Medianoche.
Sonaron
las doce como un cataclismo,
como suena la condena de quien acaba de
perder.
Doce
golpes en el pecho,
adentro.
Mucho
dolor.
Mis
manos,
doce veces quisieron tenerte aquí y tocarte,
doce
veces se cerraron sobre sí mismas sangrando,
padeciendo
el dolor de las tuyas.
Besé
la palma de tus manos.
Amor y
lascivia.
Doce
besos salados.
Las
lágrimas seguían ruta y surcos laterales
y llegaron a nuestras
bocas,
no nos importó.
También
ardía una chispa.
Nos
besamos tragándonos nuestra sal,
mezclada
en saliva y miel.
La
meta era el cielo, el de tu boca.
Azul,
como esa luz que lleva tiempo alumbrándome,
en el día, en mis andares
y en la
noche,
cuando lo demás no existe, cuando todo duerme menos yo.
Nos
tragamos palabras, las más dulces, las que nunca nos dijimos.
Dijimos
de menos, dijimos de más. Dijimos verdades.
Te
dije.
Dije
tu nombre, tu nombre porque le queda bien a mi aliento.
Lo dije una,
dos, doce veces.
En la
noche de las doce tormentas,
doce pilares se tambalearon
y tu nombre
explotó gozando entre un escándalo de risas.
Fui
tan feliz.
Silencio,
es un secreto.