Intensas sus paredes.
Mil arroyos de sudor,
saliva y alguna lágrima
enmarcan solo a los grandes
que permanecen inmóviles inundando la estancia,
como el olor a café,
y nos contemplan danzar,
sacando sus lenguas,
gozando.
Ecos de mil risas,
ilusiones que quedan en nada
y corazones dulces que aguardan palpitar
a la magia de los músicos. Tan adorados.
La música, la máquina que nos mueve.
Algún otro corazón late solo siendo víscera,
carne cruda sin más.
A veces paz a veces feria.
Solo algunas veces, guerra.
Amigos haciendo masa, haciéndose uno,
celebrando un viernes, un día cualquiera,
refrescando sus frustraciones, o no,
con la cerveza más fría.
Rock and roll.
Algún ser amarillo y anodino
es necesario en el entorno.
Alguna hiena, también.
Encuentros de artistas, lectores, currantes,
escritores, señoras de sus quehaceres,
desheredados, desahuciados, “yos”…
encuentros que se celebran a un grito común.
Y a la tarde, la calma.
Frío, calor, humo y humedad,
todo cabe, menos succionar almas.
Eso
está
prohibido.
Amores y desamores en medio de un blues.
Abrazos y besos. Y tras la barra, tú.
Ese es nuestro sitio.
Es nuestro lugar.
Somos los cimientos, la pasta, el ladrillo,
y casi somos el aire que lo llena.
Ese será el mausoleo de nuestras almas
que vagarán ebrias entre sus fotos,
entre sus paredes, entre sus pilares y bajo su
techo desconchado hasta el fin de sus días.
Hasta que la música circense
acabe con la catarsis
y se escuche por última vez
el impacto del metal contra el suelo,
tan frío.