Es difícil mantener la ilusión,
como difícil es hacer eternas las huellas que dejo en la arena
cuando camino sola, errante, feliz,
cuando sonrío al ver la ola que las hace desaparecer,
cuando soy de las que cree
en lo efímero y en lo intangible,
en la explosión de una lágrima y su sabor a mar,
en la piel erizada cuando caigo de rodillas ante la belleza de unos fuegos de artificio
y quiero morir en el suspiro de un orgasmo.
Llamadme imbécil, pues mi eternidad reside en la estela de la estrella fugaz que nunca visteis por necios,
en la vez que unos ojos me encontraron
cuando me volví arista de la esquina que no me atreví a doblar,
y fui artista de muñecos de nieve con ojos negros de carbón,
en esa vez que el sol se escondió en el mar
tiñéndolo todo de rojo y luego de plata,
en la barra del bar donde sobraban vasos torpes
y los estrellamos al suelo para vomitarnos palabras bonitas,
en un beso,
en el vértigo de un salto al vacío.
La décima de segundo es mi eternidad
porque amo los instantes que tatúan mi vida y mi cerebro para siempre,
y mientras haya memoria las perlas que colecciono serán el collar que vista mi cuello
y veré mi casa en el hueco de cualquier ascensor,
o en el portal sangriento que olía a humedad,
veré placeres en el humo de mi último cigarrillo,
mi pecado más apreciado en la hierba blanca de un pecho izquierdo y rebelde,
mi alma en el eco de una canción,
mi cama en el banco de un parque
y mi sol en cualquier farola de la calle triste.