Culpa mía por andar descalza entre el lodo y los cristales destrozando unos pies que ansían pisar solo mar y arena verde.
Culpa mía por creer en ti, ave zafia, partida defectuosa de cuantas pudieron ser paridas.
Culpa mía por dejarme preñar del asco, de la náusea, del veneno, del hedor y la ponzoña.
Pronto nacerán y probablemente las adoptes y les des de comer de tu cráneo.
Culpa mía por hipotecar mi luz en tu oscuridad.
Soplo.
Apago tu vela.
Cierro puertas.
No se abrirán más para ti.
Mañana caminaré con cautela, me guiaré sólo por mi luz en medio de sombras que acechan, de demonios venidos a menos, de rufianes hijos de perra y de una marioneta llamada mamá, a la que un día se le caerán sus cuerdas.
Será tarde. Estarán royendo tu calavera. Estarás muerta.
Ruidos. Silencios son las respuestas. Otras no sirven. No hay oído que atienda. Las verdades andan naufragando, ahogándose en las gargantas porque solo hay balsa para la mentira. Y flota igual que la mierda. No hay ojos que miren. No hay más ciego que el que no quiere ver.
No me verán caer.
Porque al final sus ojos serán devorados por los cuervos que han criado, con tanto mimo.
Pero oirán otra vez su ruido, el estrépito de su caída, que será la tormenta que despertará al mundo y con la lluvia que caiga haré el baile de las hadas mirando de frente al cielo, con los brazos abiertos.
Vestida de blanco y mojada de mi lluvia.
Feliz.
Feliz.
Hago un tirabuzón con mis venas, huecas, porque les falta la sangre cantarina que se me ha ido lejos.
Inservibles. A mil kilómetros.
Construyo mi mañana.
Sueño.